Son las dos de la mañana y, como cada noche, vuelvo a levantarme de la cama para ir al baño. La menopausia me tiene un poco harta, la verdad. Un trasiego nocturno entre temperaturas infernales y celestiales en menos de dos minutos. Con los calores en el cuerpo me dirijo hacia la cocina. A oscuras, claro, como siempre.
Según, Elías, mi marido, cualquier día me voy a partir la crisma por no encender la luz. No es que necesite beber agua. Lleno un vaso hasta el borde y lo apuro como si hubiese realizado una travesía por el desierto. Los pies descalzos absorben el frío del rugoso suelo de piedra que me sabe a gloria. La temperatura corporal desciende en segundos. Corro hacia la cama y me arrebujo bajo el edredón y la espalda de Elías. Escucho su suspiro entre sueños y me aprieta junto a él. Se reconocen nuestros cuerpos. Me quedo dormida.
Con los calores en el cuerpo me dirijo hacia la cocina. A oscuras, claro, como siempre.
Un golpe seco me despierta. No puede ser. Para una noche que Morfeo se dignaba a aparecer… Elías ni tan siquiera abre los ojos.
—¿Has oído eso?
—No. Duérmete, cariño. Serán los vecinos.
—No creo. Ha sido un golpe seco como de caída —un suspiro de fastidio es su única respuesta.
Me levanto a toda prisa y recorro las habitaciones. Esta vez sí que enciendo las luces. Todo parece en orden hasta que reparo en el libro que descansa tirado en medio de la habitación de lectura. Cómo puede ser. Lo compré hace unos meses. Desde entonces, está expuesto en la estantería, de pie, mostrando su portada como si invitara a ser leído. Lo recojo del suelo. Un niño fantasma de grandes ojos me mira desolado. Un escalofrío recorre mi espalda. Dejo el libro en el suelo. No me apetece colocarlo en su lugar. Una sensación extraña se instala en mi estómago y lo aprieta con garras de hielo.
Vuelvo a la habitación. Elías me espera pacientemente con la luz de la mesilla encendida.
—¿Qué te pasa que llevas esa cara tan agria? Anda ven a la cama que estarás helada.
—Ay, Elías, algo va a pasar. Es muy extraño. El libro no puede caerse sin más.
—Déjate de tonterías y acuéstate ya, por favor, que son las cuatro de la mañana y estoy agotado.
—¿Qué te pasa que llevas esa cara tan agria?
—Uy, no sé, Elías. Es el libro de los fantasmas. Las casualidades no existen, Elías. ¿Por qué ha caído ese precisamente cuando lleva meses en la estantería y nadie lo ha tocado? —me meto en la cama enfurruñada ante su silencio y le doy la espalda a un marido cansado que no le interesa lidiar con mis cuestiones exotéricas a altas horas de la madrugada.
Parece mentira pero vuelvo a quedarme dormida. Cuando suena el despertador, a las seis de la mañana, un manotazo lo apaga. Alguien no está de humor, y yo sigo con la mosca detrás de la oreja. No han pasado dos minutos cuando suena mi teléfono móvil. Veo un nombre conocido en la pantalla. Descuelgo y la voz de mi madre se cuela entre las legañas de mi cerebro.
—Silvia, ha papá le acaba de dar un infarto.
Texto y foto: Anabel Lora Mingote
Escucha Paseo nocturno en la voz de Anabel