«La familia es la mentira mejor contada, la más venerada, la que más amamos, el punto ciego de sangre donde todos perdemos perspectiva».
Alma Delia Murillo, La cabeza de mi padre
—Vaya, por fin llegas, Adriana. No te esperaba. ¿Tienes hambre? —Mónica Cortina de Guzmán se movía ligera por el piso mientras oía los pasos de su hija y se acercaba a la cocina.
—No, mamá. No tengo hambre. Además, no me apetece comer gringo hoy. O ¿es que has preparado algo menos gourmet? —dijo Adriana medio sarcástica a la vez que arrojaba la pesada chaqueta al suelo, y caminaba por el pasillo con esos pasos cortos que la distinguían.
—Ya estamos otra vez con la crítica. Siéntate y come que tengo lomo de cerdo en el horno. La carne te va a sostener más que esos tacones con los que te balanceas.
Adriana obedeció a su madre. Era uno de esos días en los que no abrigaba el deseo de contrariarla. Llevaban ya muchos años así. Enfadadas, a disgusto. Ella por sentirse obligada a vivir con una madre histérica, a la sombra de un temido narco del cartel de Sinaloa; la madre por carecer exclusividad a los ojos del padre ausente y el cariño de su hija. Lo único que tenían en común era poder gozar de los privilegios de las tarjetas de crédito conectadas a una de las numerosas cuentas del capo. Esto no pagaba su felicidad, pero adormecía la ausencia del cabeza de familia. Una pérdida que marcaba aún más el vacío que ambas sentían, pero de forma distinta.
Llevaban ya muchos años así. Enfadadas, a disgusto.
Mientras picaba la carne miraba a la madre con gesto de aprobación. Necesitaba hablarle de lo que tenía entre manos. Salir de casa no era difícil, lo duro residía en sus consecuencias. Con su padre no hablaba desde el asesinato de su hermano Alonso, hacía un par de años. Le reprochaba que con todo su dinero y grandeza no hubiera podido salvarle. Y después de ese suceso, ella se había convertido en la Lady Adriana. La hermana del muerto. La leyenda de un crimen sin resolver. Uno de tantos en Sinaloa.
—Me voy de casa, mamá. He alquilado un piso con Julius. Me llevo el violín y toda mi ropa. Dicho esto, dio por zanjada la dura tarea de explicarse y tragó el último bocado de carne que tenía en el plato.
—Me has salido nostálgica, Adriana —Mónica la miró de reojo con esos ojos rasgados que se agrandaban cada vez que veía a su hija. Una mirada llena de temor. Una angustia en que ella se convirtiera en su mejor retrato. Adriana poseía dotes artísticas, en eso se parecía a su madre que tenía tres películas filmadas como actriz secundaria en un fogonazo de fama en Hollywood y una exposición de flores al óleo, todas ellas medio muertas en sus vasijas de barro mexicano. El verdadero deslumbre llegó cuando conoció al hijo del líder del Cartel. Lujo en extremo, joyas y una carrera artística convertida en quimera.
Ella también intentaba salir de su adicción a los antidepresivos.
La preciosa Lady Adriana había demostrado a los quince años, cuando cursaba secundaria en el Colegio Americano, que podía superar las dotes de su madre. El violín le apasionaba, pero había otras actividades en la vida que la inquietaban y la limitaban, como cuando acabó internada por varias semanas en un centro de desintoxicación. Todo esto recordaba Mónica, reconociéndose en la otra cara del espejo. Ella también intentaba salir de su adicción a los antidepresivos. Los que la mantenían en pie. Sin ellos no podría pintar, y sin su pintura perdería el juicio. Y con esta espiral de sucesos interrelacionados vivían las dos, unidas por la desgracia en lugar de estar separadas por amor.
—Necesito encontrar mi espacio. Hay días que me ahogo aquí a tu lado. No por tu presencia, entiéndelo, mamá —dicho esto, Adriana se paró de la mesa para dirigirse a su habitación con la intención de empezar a empacar sus cosas. —También necesito aire —le gritó mientras volvió a cruzar el pasillo de nuevo con pasos breves y elevados como el relevé de una bailarina consolidada.
—¿Y esa libertad que buscas te la va a dar Julius? ¿De dónde es este chico con el nombre tan raro? —La voz de Mónica le seguía a la distancia—. No me lo has presentado; por lo menos ten el detalle de traerlo a casa alguna vez antes de que te vayas de aquí —estas palabras ya llevaban el tono de la despedida y Adriana le agradeció a su madre en silencio—.
—Lo vas a conocer, mamá. Julius nació en México, como yo, pero sus padres son alemanes. Es gente culta, con profesión igual que nosotros. Además, es muy guapo, ¿sabes?
—Reconozco que suena bien; aquí lo verdaderamente importante es que retomes el curso de tu vida. No me mires así. Ya sé que no soy el mejor ejemplo, pero tú tienes que ser esa versión mejorada. Conviértete en la verdadera Lady Adriana Guzmán. La que la gente no olvide —diciendo esto, Mónica la penetró de nuevo con su mirada, añorando los cortos y felices años de la infancia de Adrianita, su única hija.
A la que no volvería a ver.
Texto y foto: Mayte Calderón Grobet
Escucha Un día con Lady Adriana en la voz de Mayte