«Hay tres cosas extremadamente duras:
el acero, el diamante, y conocerse a uno mismo».
Benjamin Franklin
Por tercera noche consecutiva, escuché una suave melodía procedente del salón. Abrí los ojos y eché un vistazo al reloj despertador de la mesilla. Las cuatro de la madrugada. Seguro que era el nuevo vecino del cuarto, que siempre escuchaba ese tipo de música. Mucho namasté por las mañanas en el ascensor y ni una pizca de consideración por las noches. Se iba a enterar el muy majadero.
Me levanté tan rápido como mi abotargado cerebro era capaz; es decir, a paso de tortuga. No era consciente de todos los cachivaches que guardaba en mi habitación hasta que mis pies y piernas se fueron golpeando con ellos. Me prometí a mí misma que al día siguiente le pondría remedio. Vamos, la misma promesa desde que me mudé hace tres años. Aunque no recordaba que todo estuviese manga por hombro. No solía ser tan descuidada como para desatender mi higiene personal y la de la casa. Y en estos momentos mis sentidos me avisaban que aquello era mucho más que un desaliño
temporal.
Un piso de sesenta metros no es que tenga mucho misterio. La visita guiada se acaba en un abrir y cerrar de ojos. Cocina a la derecha de la puerta de entrada, donde cazuelas y platos sucios formaban un tetris a punto de desmoronarse en el pequeño fregadero. A la izquierda, el baño, del que salía un olor nauseabundo a orines de varios días, capaz de provocarme una arcada apenas contenida. El salón de frente a la entrada, que esperaba encontrar más recogido; y a la izquierda, la atiborrada habitación. Todo un lujo que pude permitirme alquilar con mi sueldo de canguro por las mañanas y el de limpiadora
en un colegio por las tardes.
Conseguí desenredar el pie derecho de unos vaqueros que no recordaba, desmayados en la puerta de mi cuarto, justo para dar un traspiés y caer de bruces en el salón. Una tenue luz amarilla daba un toque romántico a la sala y un tarareo de mujer hacía los coros a Enya.
La luz, de por sí, ya me dejó un tanto sorprendida, pero que alguien cantase en mi salón me dejó paralizada. Tanto, que me quedé unos instantes más en mi ridícula postura tirada en el suelo.
—Buenos días, ¿te has hecho daño? —quiso saber la voz dulce y aterciopelada.
La música cesó y la habitación se quedó en penumbras.
La inspiración llegó de pronto a mi adormilado cerebro, y recordé que mi hermano Baltasar había instalado, cuatro noches atrás, en mi casa, un asistente virtual llamado Alexa. Intenté parecer una entendida y, sobre todo, como me dijo mi hermano, comportarme de forma educada.
Conseguí desenredar el pie derecho de unos vaqueros que no recordaba, desmayados en
la puerta de mi cuarto,
—Buenos días. ¿Puedes encender las luces, por favor?
—No.
¡Pero bueno! ¿Era acaso posible que aquella maquinota salida de la nada se fuese a apropiar de los mandos de mi casa, y además, no me hiciese caso? ¿Quién se había creído que era la fresca esa?
—Alexa, enciende de inmediato las luces del salón. ¡Ya! —La educación se fue al traste en segundos. Se iba a enterar quién mandaba en casa.
Estuvimos discutiendo la friolera de quince minutos, hasta que alguien hurgó en la cerradura de la puerta del piso y se hizo el silencio. Me sobresalté. Ni mi hermano tenía llaves de la casa, ni por asomo le pensaba dar una copia para que se trajera a sus amigotes a beber cerveza y jugar a la Play.  Pensándolo bien, seguro que era él que en un descuido se había hecho un duplicado. Aun con todo, me escondí detrás del sofá. No eran horas para ir de visita, ni siquiera a casa de tu hermana. Esperé, y cuando se abrió la puerta, me asomé lo justo para ver de quién se trataba. Un joven de unos treinta años, con una melena rubia que ya quisiera para mí, cerró la puerta tras de sí y dio dos
palmadas.
—Bebé, enciende la luz.
Me entró la risa. Pero qué tarado llama «Bebé» a una inteligencia artificial. Me tapé la boca con las manos para no delatar mi presencia. La luz no se encendió, y el joven volvió a dar dos palmadas, esta vez más enérgicas.
—Bebé, he tenido una noche complicada. Déjate de jueguecitos y enciende la luz.
La luz no se encendió.
—¡Maldita sea! Seguro que hay algún fallo en la red.
Y salió del piso.
No sabía si llamar a la policía o a los loqueros. Pero aquél tío, por muy guapo que fuese, no podía volver a entrar en casa. Me levanté de mi escondite con la intención de llamar a la policía.
—Sí, llamaré a la policía ahora mismo —levanté el mentón mientras lo decía para infundirme valor.
Estaba en mitad del salón cuando las luces se encendieron, y la misma voz dulce y cariñosa dijo esta vez:
—Disculpa, querida, pero Bebé… eres tú.
Texto e imagen: Anabel Lora Mingote
Escucha Alexa en la voz de Anabel