Bálsamo de montaña

Por Mayte Calderón Grobet

Atravesar en bicicleta los valles y montañas de Europa, con el lomo doblado y el trasero pegado al duro asiento de una bici todoterreno, era a finales del verano, una aventura heroica. Un viaje reservado en solitario, con el constante roce de talón al pedal y la sangre hirviendo por dentro como recordatorio de que mi cuerpo seguía vivo.

No comprendía cómo, tras la muerte de mi madre y el suicidio de mi mejor amigo, tenía las fuerzas y el ímpetu suficiente para descubrir la hermosura de un paisaje ondulado, salpicado de castillos históricos, viñedos e infinidad de campos verdes manchados de ocre como si fueran parte de una película antigua.    

Llevaba semanas hecho una piltrafa humana, había jurado evitar borracheras desmedidas, múltiples tragos de ron en esas condenadas noches, cuando mi empeño por llorar se convertía en intento fallido. No había tenido tiempo de asumir una muerte cuando la siguiente había tocado a la puerta, con toda la crudeza de un balde de agua helada, sin lástima ni respeto. Un desastre que nadie se había imaginado. 

Y es que para el que se adentra en terrenos poco frecuentados, ya sea por el alma o como senderista experimentado, el verdor de los valles, con sus formas suaves y fértiles, ofrece un albergue de vida; el último bálsamo curativo. La medicina de los veinte kilómetros que llevaba a cuestas, el espectáculo que las montañas, con sus picos imponentes y siluetas dramáticas, aportaban a mis ojos, sin duda calmaban mi dolor. Eran paisajes impresionantes que también inspiraban asombro, pero yo los miraba en silencio y me tragaba con la misma sed tanto el agua de la botella deportiva como la serenidad del paraje. 

Esos ojos, el pelo rizado y la sonrisa de dientes alineados. Los mismos que yo había arreglado hacia diez años. 

Aunque esto que cuento pasó hace meses, ha quedado grabado en la memoria. Los días al sol empinados al volante de la bici, cuando trepaba montículos con los pulmones fatigados y el eco de mi tristeza fungiendo como un taladro en los tímpanos, no son para olvidar. 

Al caer la tarde de lo que fue el tercer día y los setenta y cinco kilómetros, llegué a un descampado. La silueta de un hombre de apariencia mayor se aclaró a medida que me acercaba. Reconocí lo que tenía delante.  Esos ojos, el pelo rizado y la sonrisa de dientes alineados. Los mismos que yo había arreglado hacia diez años. 

—No estás perdido, sigue adelante que encontrarás el refugio —fueron las palabras del hombre de mirada cansada de años que su piel revelaba. A su lado un auto de marca Renault color blanco, usado y con golpes visibles en la chapa. Idéntico al Renault Kangoo que yo conducía cuando pasaba temporadas en la casa de España. 

Atiné a darle las gracias, confundido con la presencia de esta figura onírica, que jugaba con la cordura de mi mente. De nuevo el sendero, empinado y difícil pero esta vez mis piernas pedaleaban ya ligeras. 

En mi cabeza el susurro de un «voy a estar bien» se apoderaba de mis pensamientos, como la melodía de una canción conocida. 


Texto y foto: Mayte Calderón


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