El encanto de San Andrés

Por Mayte Calderón Grobet

El pueblo estaba atravesado por un rio tumultuoso que corría por debajo de un puente de piedra espectacular y sombrío. Maravillosa era asimismo la monumental cruz de tres metros de envergadura, que se hallaba suspendida de él y que casi rozaba el agua. Estaba hipnotizado por el símbolo, por las cadenas que la sujetaban. Por el peso que soportaban. Pensaba en el último abrazo de Simone, al lado del río Ródano. Añoraba el cuerpo que no había visto pero si palpado, sentido, explorado. 

La bruma ascendía alrededor de los caballos y de Mateo Gómez, guía y acompañante. Se encontraban en medio de la montaña; unos nubarrones espesos parecían deseosos de llenar el precipicio que se abría frente a ellos. No quedaba mucho para que el día acabase. 

—San Andrés Tuxtla, en una hora don Luciano —gritó Mateo para cerciorase que el extranjero a su cuidado permaneciera vigoroso. 

El nombre sonaba a encanto: San Andrés Tuxtla… Tenía algo de místico a pesar de ser ordinario. De hecho, el sonido de la última palabra resonaba a historia, a legado náhuatl. Retazos de las crónicas de un pueblo que Lucien anhelaba absorber hasta sus raíces, empaparse todo él para buscar el olvido.   

Que lo relativo de cada uno era inconmensurable. 

Este viaje no era como los anteriores. Constataba que aquí el tiempo transcurría de manera diferente. Nada que ver con la relatividad del tiempo según la física. La velocidad de sus días era otra. Porque cada viaje es distinto. Suspiraba. 

Llegaría a la conclusión que también los amores difieren en intensidad. Que lo relativo de cada uno era inconmensurable. 

Con algo de suerte, en un Ballet de movimiento y quietud, México le abriría las cavidades del corazón, para llenar y contraer. 

Para mantener el flujo continúo de la vida. 


Texto: Mayte Calderón Grobet

Foto: Anwar Vazquez


Escucha El encanto de San Andrés en la voz de Mayte

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