El viaje de la vida

Por Anabel Lora Mingote

Viajo en coche. Me llevan.

Observo el páramo helado tras el paso raudo de las nieves que se extiende a lo largo del recorrido, e intento capturar con la mirada todas las imágenes que discurren a toda velocidad. Una sensación de vacío me inunda y arranca un suspiro melancólico que nace de mi pecho sin saber muy bien por qué.

Mis latidos se acompasan con el rítmico baile del parabrisas y su sonido un tanto lastimero que me recuerda al maullido de un gato en busca de un ápice de cariño. Vuelvo a suspirar. Mi pareja posa su mano derecha de forma distraída sobre mi rodilla izquierda. No es necesario que le mire para reconocer un acto reflejo que trata de mecer mi estado de ánimo. Después de treinta años juntos, los gestos viven en su propia simbología nutrida de silencios. Me retraigo hacia el laberinto de mis pensamientos que siempre navegan en varias direcciones. A veces hallan una orilla aceptable donde reposar, y otras, se pierden en un océano de estupideces.

Si miro al frente, el presente es pasado. Si lo hago hacia mi derecha y consigo fijar un punto lejano, el presente se mantiene algún minuto más. El pasado tarda en llegar. El presente es efímero. Está sobrevalorado. Pero es tan importante sentir el aquí y el ahora… o eso dicen.

Saco la cámara de fotos de mi atiborrado bolso. Deseo guardar ese paisaje que la retina ha compartido con el cerebro. Pero antes, cierro los ojos. Lo veo en mi mente. Me pregunto por cuánto tiempo.

Juego conmigo misma y disparo varias ráfagas sin tan siquiera enfocar. Sin siquiera mirar al objetivo. Tan solo confiando en mi todavía buen pulso. Siempre me ha fascinado esta tontería; no puedo evitar hacerlo.

Deseo guardar ese paisaje que la retina ha compartido con el cerebro.

Hoy, quizás ya fue ayer, compruebo las imágenes y me doy cuenta de que no estaba allí. Estaba aquí. Estoy aquí. Qué locura de razonamientos.

Intento saborear cada segundo de mi espacio y mi momento. Y me pregunto dónde estoy, o si simplemente no estoy en ningún lugar. 

¿Qué ocurre, mundo? Por qué me frenas, ahogas y engulles en tus fauces de prisas, de momentos inconclusos, de miradas fugaces. Por qué me encuentro zambullida en un completo caos de pensamientos inconexos, repletos de turbulencias de grises y oscuros donde la gente no camina, sino vuela, no asienta su vida, sino que la siembra sin grano, sin sustancia. 

Bajo la visera y me miro en el espejo. Observo mi rostro. Un acto humano que hacemos tan a menudo se convierte a lo largo del día en una acción automática de mirar sin ver; sin sentir. Tan solo atisbamos las líneas cambiantes de nuestro rostro. En realidad no llegamos a conocernos y mucho menos a reconocernos en nuestros propios errores. Nos bebemos a grandes tragos nuestras vidas pasajeras, nuestros cuerpos fugaces. Y aquí estamos.

¿Dónde? En la nada. En el desierto de nuestra efímera vida que traslada los huesos de un carril a otro de la carretera indomable de la existencia. Sin la lucidez de la consciencia de la sangre que palpita con voz propia. Sin crujir los músculos que rechinan por llamar la atención. Inconscientes de que la noche cubrirá su talante y nadie más, salvo el epitafio del último domicilio, sabrá que estamos allí, para más tarde desaparecer y ocupar nuestro puesto en el universo. En el todo. Y aun entonces, no seremos conscientes de haber sacudido el polvo de los zapatos en el planeta que nos vio nacer.

Llegamos a nuestro destino en un abrir y cerrar de ojos. 

Apenas hemos cruzado dos palabras y, sin embargo, nos hemos bebido los trescientos kilómetros a todo gas, sin una sola parada que merezca la pena recordar mañana.  


Texto y foto: Anabel Lora Mingote


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Una respuesta

  1. «Voy despacio que tengo prisa» el lema de la vida. Tus reflexiones son muy válidas en un mundo cambiante y acelerado.

    Mirar, detenerse, reflexionar.

    Gracias por hacernos ver este presente.

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