Por Pilar Pérez
Estoy sentada en el asiento trasero del coche. Mi padre conduce. Mi madre va a su lado, delante de mí. Es agosto y hace muchísimo calor. En la radio el Carrusel Deportivo. La voz acelerada del comentarista llena todo el vehículo. Taladra mis oídos. Parece que el Real Madrid lo está dando todo en el césped. La camiseta se me pega a la espalda y a la tapicería del asiento, que pica y huele a leche agria.
Bajo la ventanilla un par de centímetros con un giro de manivela, que chirría con una queja de anciana. ¡Cierra la ventanilla! dice mi padre, ¡que vamos por autopista! Es verdad, vamos por la autopista y el viento que se cuela por la rendija me azota el pelo empapado de sudor y me tapona los oídos. Vuelvo a subirla, la manivela ahora en sentido contrario, acompañada de nuevo por su quejido doloroso.
Por la ventana pasan a toda velocidad árboles y postes eléctricos. Juego a contarlos: uno, dos, tres, cuatro. A imaginar que soy una ardilla que salta de uno a otro corriendo desesperadamente por sus hilos en una carrera loca e interminable. Apoyo la cabeza en el cristal en busca de un contacto fresco. Hugo Sánchez chuta al arco. De pronto la punzada en el abdomen, el escalofrío en la espalda me eriza la piel y trepa hasta la nuca. Miro a mi padre en el espejo retrovisor. Me devuelve una mirada afilada como una cuchilla y luego fija sus ojos en el asfalto. Aprieto los dientes. Una gota de sudor me resbala por la sien. La vista se me emborrona. El estómago se contrae, se comprime, el sabor a bilis repta hasta quemar mi garganta. Tenso más fuerte la mandíbula y cierro los ojos. Un nuevo disparo de Míchel roza el poste.
Me devuelve una mirada afilada como una cuchilla y luego fija sus ojos en el asfalto.
Quiero preguntar cuánto falta para llegar, pero sé que no es una pregunta bienvenida. Vuelvo a mirar el espejo. Los ojos de mi padre son dos ranuras enfocadas en la pista. El gol-gol-gol-gol de Butragueño hace eco dentro del coche. Me deslizo por el respaldo y me tumbo en el asiento, las rodillas encogidas y apretadas. Oigo a mi madre. Entramos en Santiago, dice. Santiago, suena cerca pero todavía demasiado lejos. Paso la mano despacio por la tapicería áspera, las yemas de mis dedos reparan en un hilo. Está suelto, es grueso y rugoso como una oruga. Me concentro en la respiración, la ralentizo, la acompaso con mis dedos tirando del hilo de abajo a arriba. En mi estómago un ejército de soldados desfila con sus botas de combate. El locutor canta un nuevo gol con «o» infinita. Intento dominar las arcadas. No puedo vomitar. No quiero meterme ya en líos. Es solo el primer día de las vacaciones. 
Texto: Pilar Pérez
Ilustración: Edward Henry Potthast Summer day, Brighton Beach
Escucha Bilis en la voz de Pilar