Por Pilar Pérez
Nos reencontramos en la T4 de Madrid. Yo esperaba el embarque para París, donde asistiría a una conferencia. Acababa de apoyarme en la barra con un café y mis notas para la presentación cuando escuché una voz que me preguntaba si podía sentarse a mi lado. Me giré diciendo sí, claro sin pensarlo. Me reconociste de inmediato, me llamaste por mi nombre.
Yo te miré confundida, tu pelo rojizo ondulado y desordenado, la piel blanquísima casi transparente, las pecas en la nariz, los labios pintados de un rojo mate. El maquillaje de tus ojos verdes. Tus ojos. El derecho, fijo en mí, examinándome, atravesándome. El izquierdo, calmado, sin juzgarme. Fue cuando te acercaste más y me diste dos besos sin permiso que tu recuerdo me golpeó el estómago con un gancho de púgil. Tu olor, una mezcla de canela y caramelo, me catapultó al pasado. Un viaje de 20 años en 3 segundos que me dejó sin aliento y me dobló las rodillas. Me apoyé en la barra para no caer.
Volví a aquel pupitre junto a la ventana. Yo a la izquierda, tú a la derecha, siguiendo el orden alfabético: Domínguez, Espinosa. Yo el babi planchado, siempre impoluto. Tú el arrugado, con manchas de témpera y bolígrafo. Yo la niña modelo, la estudiosa, los deberes hechos, la boca cerrada, la marca de nacimiento en la mejilla derecha. Tú el torbellino, ruidosa, encarada, el pelo ardiente a la luz de la tarde como la única vela de cumpleaños en la tarta. Teníamos siete años y yo te odiaba como solo saben odiar los niños, con un desprecio que nacía de lo más profundo del estómago.
El pupitre era muy viejo, de madera, y tú habías grabado tus iniciales en el cajón interior: I.E. Te gustaba dejar tu marca, plantar tu bandera en los territorios conquistados. Yo era uno de ellos. Disfrutabas aterrorizándome. Escondías insectos y pequeñas criaturas en el cajón para asustarme. Saltamontes, grillos, lagartijas. Un día una culebra, larga y cristalina, que cayó en mi regazo durante la clase de lengua, me hizo saltar y gritar. Ese día te castigaron de pie contra la pizarra hasta la hora del recreo. Yo observaba tu espalda, cómo las arrugas del babi se transformaban con la luz, un lamparón verde de hierba en el hombro izquierdo. Aquella mancha ondulante en la tela me hipnotizaba, parecía una cara de anciana, unos ojos verdes, rasgados y arrugados, clavados en mí, me vigilaban, me retaban. Aquella noche volví a mojar la cama.
El recreo duraba veinte minutos en los que yo intentaba hacerme invisible, aunque sentía tus ojos que me acechaban, me quemaban por dentro. Las niñas jugaban a la comba o a la goma elástica, saltaban y chillaban, generaban un ruido atronador que llenaba todo el patio y rebotaba contra los muros. Yo las observaba desde una esquina, sin atreverme a penetrar aquel universo femenino de risas y agudos, aquel paisaje uniformado de rayas blancas y azules. A veces una niña me llamaba y me invitaba a jugar con ellas a pillar o al escondite inglés. Entonces tú te acercabas, me empujabas o me ponías la zancadilla, me tirabas al suelo de cemento, las rodillas rascadas, los moratones en las piernas. Mi madre me decía que tuviese más cuidado, que me caía a menudo, y me ponía tiritas que dibujaban historias en mi piel.
Quería un sol anaranjado, brillante, redondo y perfecto.
Un día llevé al colegio una bolsa de canicas, regalo de cumpleaños de mi abuela. Eran siete, perfectamente esféricas, de colores brillantes, rojas, azules, amarillas. Me gustaba apretarlas en la mano, sentir su tacto, hacerlas girar. Una de ellas era más grande que las demás, transparente. En su interior una pupila alargada, irisada, verde como un ojo de gato. Era mi favorita, pero también me daba miedo. Se parecía demasiado a ti. Jugaba con ellas en una esquina del patio. Intentaba hacerlas entrar en un círculo pintado en el suelo. Tú llegaste y te reíste. Con tus zapatos sucios las lanzaste en todas direcciones. Cuando me agachaba a recogerlas, tú me pateabas y me hacías caer y mancharme en los charcos. Finalmente pude rescatarlas y esconderlas en mi bolsillo, en el que nació una mancha de barro y agua sucia. Aquella noche cogí el martillo de la caja de herramientas de mi padre y sentada en el suelo de mi dormitorio golpeé aquella canica hasta que llegó mi madre alarmada por el ruido. No conseguí partirla, pero la agrieté. Aquel ojo vítreo me miraba ahora herido en su cristal transparente.
Estábamos en clase con la señorita Emilia. Yo dibujaba un paisaje con ceras, un campo verde de flores rojas y amarillas con un árbol y un sol en el cielo azul. Quería un sol anaranjado, brillante, redondo y perfecto. Lo dibujaba con el compás, intentaba mantener la punta fija en el papel mientras lo giraba suavemente. Era todavía torpe pero dedicada. Tú te reías de mí, me decías que el sol no tenía que ser perfecto. Ahora sé que tenías razón, pero eso no te disculpa. Me diste un codazo, me hiciste perder el giro y rayar la página. Y otro y otro más, cada vez que yo volvía a colocar cuidadosamente en el papel la punta afilada. Con cada golpe mi respiración se agitaba, se me calentaba la cara y me ardían los oídos, se me nublaba la vista. El último de tus codazos arrastró mi brazo y me hizo rasgar el papel. Una grieta larga y estrecha en aquel cielo azul por la que se veía la madera del pupitre. En mi interior unas uñas afiladas y sucias abrieron otra grieta, y de ella emergió una rabia profunda y oscura. Apreté el compás con todas mis fuerzas, sentí que se humedecía con el sudor de mi mano.
No he vuelto a dibujar círculos.
Te habías pedido un café solo y lo bebías muy despacio, te daba miedo quemarte. Me hablabas, pero yo no podía escucharte. Tu voz se ahogaba en la gelatina en la que flotaba mi mente. Me daba tanto miedo mirarte y sin embargo no podía apartar la vista de tu cara. De tus ojos. De tu ojo izquierdo. Me acordé de la canica, herida y agrietada. Acerté a decir que mi avión se iba. Hui a toda prisa, el corazón saltándome en el pecho. Tus ojos ardían en mi espalda.
Texto: Pilar Pérez
Ilustración: Sower at sunsent – Vincent Van Gogh
Escucha Cristal en la voz de Pilar